“Dos amores construyeron dos ciudades: el amor propio hasta
el desprecio a Dios hizo la ciudad terrena; el amor de Dios hasta el desprecio
de sí mismo, la ciudad del cielo”[2]. Que debe convivir,
en el tiempo, con aquélla.No nos equivoquemos ni nos dejemos engañar. Cuando el
Señor le dijo a Pilato que su reinado no era de este mundo[3],
lo que afirmó es que su Majestad no le ha sido conferida por los poderes del
mundo sino por Dios. Se refirió al origen de su potestad y no al ámbito
universal de sus alcances.Así, pues, Cristo Jesús, nuestro Redentor, debe
reinar en nuestras almas, pero debe también hacerlo en nuestras familias, en
nuestras costumbres, en nuestras instituciones, en nuestras leyes, en nuestra
Patria.Y hoy, tristemente comprobamos que así como Cristo no reina en las
almas, tampoco reina en nuestra sociedad.Cristo no reina en nuestras familias.
Aún quienes nos llamamos cristianos y nos decimos sus discípulos, hemos
excluido a Jesucristo de nuestros hogares, dejando que en ellos entren otros
señores; hemos silenciado la voz de su Palabra, dejando que otros ruidos la
sustituyan; hemos arrinconado sus imágenes, dejando que sean otras las que
llenen nuestro espacio visual. Pero Cristo tampoco reina en la vida de nuestras
casas, donde no se lo invoca, donde no se lo honra, donde no se cumple su ley.
Otros, blasfemos y obscenos, han sustituido su adorable y amorosa presencia.Cristo
Jesús ha sido desterrado de nuestras calles y de nuestras instituciones. ¿Reina
Cristo verdaderamente en nuestra sociedad? “¿… Reina Cristo en este país?”, se
preguntaba Castellani, e irónicamente respondía: “¿Y cómo no va a reinar? Somos
buenos todos. Y si no reina, ¿qué quiere que le hagamos?”[4].Muchos
hombres buenos, pero Él no reina.
Y si no reina ¿qué quiere que le hagamos?
Vemos cómo las antiguas naciones cristianas reniegan de
Cristo y de su Iglesia, blasfeman y se burlan de sus leyes. Y, mientras, con
cierta curiosidad distante e indiferente, observamos lo que ocurre en otras
tierras, dejamos que crezcan en nuestra Patria las mismas flores venenosas y
los mismos frutos de podredumbre. ¿Qué quiere que le hagamos?, responderíamos
tal vez, resignados y vencidos, si tuviéramos que contestar aquel interrogante.Cristo
no reina en nuestra familia, no sólo porque lo hemos echado de ella, sino
porque hemos echado a la misma familia de nuestra organización social. Hace
tiempo, mucho tiempo, que venimos haciéndolo, alegremente. Primero dejamos que
el Estado se metiera en ella, regulándola con el matrimonio civil. Luego
permitimos que se inmiscuyera con las primeras leyes inicuas de educación que,
en los albores del siglo XX, comenzaron a sustituir la autoridad de los padres
en la formación de sus hijos. Permitimos que se pusiera en crisis el principio
de autoridad y jerarquía, en un grado mayor, al aceptar que se destruyera la
autoridad paterna.No hace tanto, luego de otras claudicaciones, aceptamos que
esa familia, ya regulada por el Estado, se fundara sobre una unión inestable al
admitir el divorcio, primero en nuestras leyes y, luego, en nuestros hábitos
sociales, admitiéndolo, si no siempre como una solución óptima a los problemas
inevitables de la convivencia conyugal, sí como un mal menor tolerable y, aún,
beneficioso.Y finalmente, pero no finalmente del todo, nos habituamos a
prescindir del matrimonio como institución fundante de la familia y permitimos
que se llamara familia cualquier unión, y admitimos como normales y hasta
buenas las uniones de hecho y la paternidad o maternidad extramatrimonial. ¿Qué
quiere que le hagamos?, espondimos. Y nos conformamos con que nuestros jóvenes
aceptaran a los hijos concebidos fuera del matrimonio, también como un mal
menor frente al aborto. Pero se dio un paso más, en esa paulatina y creemos que
ya definitiva expulsión de la familia de nuestra organización institucional,
con la sanción de la mal llamada “ley de matrimonio igualitario”, mal llamada
ley, porque no lo es propiamente, sino una corrupción de la ley y una
perversión de la justicia. Y mal llamada de “matrimonio igualitario” porque, al
legalizar la unión homosexual y equipararla al matrimonio, se ha fabricado una
caricatura siniestra y una mofa de la sagrada institución del matrimonio,
fundado por el mismo Dios en los albores de la creación.Con el homomonio,
porque no podemos llamar matrimonio a ese infernal engendro, nos hemos lanzado
al abismo.Nuestra sociedad, que debía estar basada en los sólidos fundamentos
de la familia y de la autoridad paterna, ha quedado empantanada en las sucias
arenas de la unión homosexual estéril y de la parodia de una paternidad sin
padres verdaderos y sin hijos propios. Ya no sólo hemos aceptado que se
cuestionara la potestad de Dios y el reinado de Cristo en el gobierno de
nuestra sociedad, de nuestras instituciones y de nuestras leyes, sustrayéndonos
a su Ley; sino que abiertamente la hemos conculcado, sancionando normas y
fabricando instituciones que no sólo la ignoran sino que directa y alevosamente
la violan en su raíz. Porque esto es el homomonio, una repugnante y diabólica
inversión de la ley de Dios.Y si no reina, ¿qué quiere que le hagamos? Pero,
como la caída al abismo no tiene fondo y se abre al infinito, nuestra
precipitación no se detiene en esas inmundicias, sino que se lanza raudamente
hacia las más hondas negruras, al incorporar al sistema de nuestras leyes no ya
la contranatura como norma, sino el crimen como derecho.Hoy, más que nunca, el
aborto está a nuestras puertas. No el aborto como crimen individual, como una
de las más tristes y graves consecuencias del pecado original, sino el aborto
como derecho, como derecho de la madre, con lo cual se llega a la destrucción
del nudo mismo de todo el orden social, porque no sólo se devastan el
matrimonio y la familia sino que se destruye la maternidad, el principio más
sagrado de la vida, en el orden natural.El aborto no sólo es el asesinato de la
más inocente e indefensa de las criaturas del hombre, no sólo es el más grave
abuso de poder frente a la mayor debilidad, no sólo es la más grave infidelidad
a la más alta de las custodias, sino que es la destrucción de la mujer y de lo
más sagrado y alto de la mujer, que es la maternidad. El Estado, al otorgar a
la mujer el derecho de matar a su hijo, a su hijo no nacido que reposa en el
claustro de su vientre, destruye la esencia de la feminidad, la maternidad y
los restos de toda institución matrimonial y social. ¿Qué quiere que le
hagamos?“Tengo miedo –decía el padre Castellani, comentando esa respuesta– de
los grandes castigos colectivos que amenazan nuestros crímenes colectivos”.El
aborto, como derecho social, es el más grande de nuestros crímenes colectivos y
su adopción nos hará acreedores de los más grandes castigos.Con su
sanción, ya vigente, los “protocolos de abortos no punibles” que han
sancionado ya muchas provincias y ciudades, entre ellas la de Buenos Aires,
mediante leyes, decretos o resoluciones ministeriales, no hay valor que merezca
respetarse.Pero el aborto, mediante esos protocolos, ya no sólo es un acto no
punible, ya no es sólo un derecho de la mujer, ahora es más todavía, es un
deber del Estado, una carga de los establecimientos de salud, públicos y
privados, una obligación para los funcionarios públicos y una exigencia para
los médicos y los prestadores de servicios de salud. Cuando se cae al vacío, la
caída no termina nunca; y esa es la situación de nuestra Patria, hoy.Si la vida
del niño por nacer nada vale y puede disponerse de ella ¿qué habremos de decir
de la vida del anciano, del discapacitado, del enfermo? Ya es ley nacional la
eutanasia disfrazada de bien, bajo el eufemismo de “muerte digna”. Si admitimos
que los padres maten a los hijos “no deseados”, ¿qué impide consagrar a los
hijos el derecho de disponer de la vida de los padres inútiles y gravosos; a
los padres y hermanos asesinar a los prójimos enfermos o discapacitados; a los
fuertes eliminar a los débiles? ¿Qué límite hay en todo esto si ya se ha
transpuesto el más sagrado de los límites?¿Qué derecho de educar a sus hijos
pueden reivindicar unos padres que han admitido una sociedad en la que es
legítimo y un derecho matarlos? ¿Qué autoridad pueden pretender quienes han
admitido ser ellos mismos eliminados cuando se convierten en una carga?Todo
esto va acompañado de mucho más. Junto con la reforma del Código Civil,
se debaten y estudian leyes que reglamenten la fabricación de hijos a gusto y
placer, industrialmente y como si fueran cosas; se instrumentan las formas de
penetrar más y mejor en el alma de los niños sobrevivientes, mediante la
educación organizada por un Estado enemigo de Dios y de su ley. Se procura
eliminar los rastros de la Cristiandad y las manifestaciones de la fe y la
devoción popular. Se intenta legislar llevando al extremo el principio de
igualdad, de modo tal que se haga imposible distinguir lo distinto convirtiendo
en delito el uso racional de la discriminación, indispensable para separar el
bien del mal, lo justo de lo injusto, lo conveniente y necesario de lo nocivo.
Se convierte a la justicia, a la administración de justicia, en instrumento de
la venganza y del rencor. Y así vamos...
¿Qué quiere que le hagamos?
Si no es por amor a nuestro Rey amable, que nos creó y nos
redimió y que conquistó con su Sangre el poder que como Dios le pertenece, al
menos temblemos y actuemos para evitar que caiga sobre nosotros y sobre
nuestra Patria la ira de Dios.Pongámonos virilmente de pie, afinemos nuestras
inteligencias, fortalezcamos nuestros corazones, dispongamos nuestro espíritu
porque vivimos un tiempo agonal, un tiempo de lucha y de martirio. Porque es
necesario que hoy estemos dispuestos a decir toda la verdad, y a defender toda
la verdad, aún con nuestras vidas. No sólo es necesaria nuestra paciencia, como
expresión pasiva de la virtud de la fortaleza. Es hoy, más que nunca necesaria,
junto con ella, nuestra firme determinación de hacerle frente a la caída hacia
el abismo de nuestra Patria y de nuestras familias, para nuestra propia
salvación y para el bien y la salvación de nuestros hijos.Tengamos presente al
menos, si nos falta el fuego del amor, la admonición del padre Castellani:
“Tengo miedo de los grandes castigos colectivos que amenazan nuestros crímenes
colectivos”.Ante la apostasía general, ante el silencio de los cobardes, frente
a la torpeza de los necios, afirmemos nuestra Fe, levantemos nuestras voces,
agudicemos nuestras inteligencias.Hoy, más que nunca, es necesario instaurar
todo en Cristo y para hacerlo, debemos instaurarlo y hacerlo reinar en nuestras
almas y en nuestras casas y debemos militar para restaurar su reinado en
nuestra sociedad y en nuestra Patria. Hoy nosotros, más que nunca y como tantos
otros lo han hecho en España y en Rusia, en México y en Cuba, y en tantas otras
regiones de la tierra, en los últimos tiempos, debemos lanzar nuestro grito
ardiente: ¡Viva Cristo Rey!, aún cuando en ello nos vaya la honra, la fortuna y
la vida. ¿Qué quiere que le hagamos? Pongámonos de pie, en orden de combate,
bajo las banderas santas y gloriosas del Rey vencedor. Y al amparo de su Madre
Reina, en su Iglesia Santa.¡Ésa es nuestra respuesta! ¡Ésa es nuestra misión!
¡En ese combate debemos empeñar nuestro tiempo y jugar nuestra vida!¡Viva Cristo Rey!Ricardo S. Curutchet. Enviado por el Padre Luis Murri, Santa Elena. Ing Luiggi.
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